Puede ser natural (emisiones de radón) o
artificial (centrales nucleares, pararrayos, aparatos médicos, materiales de
construcción, etc). Aunque sus efectos a gran escala son bien conocidos (por
ejemplo el desastre de Chernobil) sus efectos a bajas dosis también resultan
muy perniciosos, transmitiéndose a través de los genes a generaciones
venideras.
El gas radón es un gas radioactivo de origen natural, incoloro, inodoro e
insípido. Proviene de la desintegración natural del uranio 238. El Comité
Internacional de Investigación del Cáncer (CIRC) ha catalogado al radón en
“categoría 1” por sus efectos cancerígenos. Se estima que la acumulación de gas radón en las viviendas es el
responsable de un 10% de los casos de cáncer de pulmón (que se suelen achacar
al tabaco). El radón también aumenta el riesgo de padecer leucemia al
disolverse en la médula ósea.
Aparte de las emanaciones naturales de la
tierra, sobre todo en zonas graníticas, también podemos encontrar gas radón en
materiales de construcción (ladrillos, hormigón, yeso), gas natural de los
hogares, detectores de humo, abonos fosfatados o componentes de radioemisores.
El radón sólo presenta problemas en el
interior de los edificios, puesto la concentración aumenta en espacios
cerrados, sobre todo en lugares poco ventilados, viviendas aisladas
térmicamente o en sótanos. El gas se filtra del subsuelo por fisuras existentes
en el suelo o en los muros, canalizaciones subterráneas, etc.
En los cruces de líneas Hartmann hay un
aumento del 30% de la radioactividad natural. Antes de una tormenta se constata
en dichos nudos un aumento del 100% en los rayos gamma, aumento que se eleva al
300% en suelo volcánico. La radiactividad concentrada surge de la tierra en
esos puntos de manera violenta, agudizando las patologías físicas y mentales,
como la depresión, que en casos extremos, puede incluso desembocar en suicidio.
Se considera PELIGROSO a partir de los 250
miliRem/ año, o con un aumento significativo del 25% con respecto a la
radiación de fondo.